Es una persona muy buena, dicen. Le importa mucho la gente. Después de trabajar cada día se va a hacer voluntariado a dos asociaciones. Cuando llega a casa se ocupa de animar a su mujer que está deprimida.

Le acompaña al psicólogo, a diferentes cursos y terapias que le puedan ayudar. Tienen cuatro hijos ya independizados.

Viene con ella al despacho en la primera sesión, y le propongo que se quede. Dice que no lo necesita, así que le indico que es necesario que deje el espacio suficiente a su mujer para que salga por si sola de ese pozo. Es un salvador y parece que no entiende lo que le digo.

Empezamos la terapia y empieza a reconocerse ella misma, a reconocer sus recursos y sus emociones. Empieza a sentirse viva. Y me confiesa en una sesión que quiere separarse de su marido, aunque le quiere mucho. Pero resulta imposible que él suba una vez más al despacho.

Ella busca con el deseo de separación un espacio para existir, pero su pareja no lo respeta. El enfado que le empieza a surgir de vez en cuando y que tiene millones de años de evolución en el ser humano, sirve para marcar límites.

Busca que los demás respeten su derecho a existir, a sentir emociones, a opinar diferente.

Me manda un mensaje: “Mi marido me ha apuntado a un curso de meditación para que controle las emociones, no voy a seguir con la terapia. Muchas gracias”. No le ha permitido que “se rebelase” y encontrase una identidad propia.

Viene a terapia un hombre de 50 años. Es empresario y dirige un negocio bastante próspero. Él manda en la empresa y su mujer manda en casa. Él se relaja al llegar a casa y hace todo lo que quiere ella. Bueno, casi todo. Ella organiza y él se deja organizar. Los dos se admiran mutuamente.

No me sabe decir con claridad para qué ha venido a terapia. Sólo que le manda su mujer.

Hablamos y él empieza a reconocer sus derechos y sus recursos. Hasta acaba reconociendo que sólo cuando ella no está, puede elegir y hacer lo que quiere. Siente alivio y bienestar. El resto del tiempo se lo pasan discutiendo. Y él preguntándose: “¿Y yo qué?”

Es una relación condenada a desaparecer si no logran hacer pronto las paces.

Ella acepta participar en una terapia de pareja y ser más ellos mismos, una relación entre iguales.

Una chica de ventipocos años viene llorando. Ha cortado con su pareja de varios años. Empieza a explicarme y sólo me habla de él.

¿Y tú?” le pregunto varias veces, pero vuelve enseguida a hablar de él.

¿Dónde estás tú?” y me dice: “Creo que me he olvidado de mí”.

Vive a través de él. Si él se va de la relación, ella , la que ha sido durante años, deja de existir. No será la misma, no se va a encontrar.

EL DERECHO A SER UNO MISMO

La relación jerárquica que vivimos con nuestros padres, la repetimos con la pareja sin darnos cuenta. Y una relación de pareja para funcionar necesita que ninguno de los dos se ponga por encima ni por debajo del otro demasiado tiempo. Lo justito y con conciencia.

Una relación de pareja no admite que el otro le mande sin salir perjudicada. Estás dándole poderes de padre o madre.

Una relación de pareja no admite que el otro dirija o controle lo que haces o lo que piensas.

Tanto mal hace a la relación el que se impone como el que se somete.

Tanto mal hace el que actúa como el que permanece pasivo.

Pide a tu pareja que te deje el espacio suficiente para practicar y aprender a ser tú mismo.

También tienes derecho a existir y ser protagonista de tu vida.

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